Pedro III iba con frecuencia a Tarazona, ciudad especialmente querida por su esposa, la siciliana Constanza, que solía venir acompañada por un séquito de fieles personas, como Bella, su nodriza, y su joven paje siciliano, Manfredo.
En cierta ocasión, en el alcázar se dio una recepción en honor de los embajadores que habían ido a apalabrar la boda de la infanta Isabel (luego santa Isabel) con el monarca luso Dionis, contándose entre los asistentes Clara, hija de un caballero turiasonense por la que la reina sentía predilección.
Entre Clara y Manfredo surgió lo que parecía un apasionado amor, y todos los días se encontraban en la olmeda de la fuente del Beso. Pronto se intuyó en palacio que las relaciones habían ido más allá de lo que los preceptos religiosos permitían, de modo que Manfredo se vio obligado a dar palabra de casamiento a Clara, con gran alegría de doña Constanza, la reina.
Entre Clara y Manfredo surgió lo que parecía un apasionado amor, y todos los días se encontraban en la olmeda de la fuente del Beso. Pronto se intuyó en palacio que las relaciones habían ido más allá de lo que los preceptos religiosos permitían, de modo que Manfredo se vio obligado a dar palabra de casamiento a Clara, con gran alegría de doña Constanza, la reina.
Sin embargo, las relaciones entre Clara y Manfredo se fueron enfriando hasta que, en cierta ocasión, cuando llegó él desde Barcelona no fue a verla y la joven provocó un encuentro con Manfredo, que se resistió a efectuar la boda.
Confesó Clara lo sucedido a la reina quien le afeó el haberse entregado a Manfredo antes del matrimonio, pero, no obstante, accedió a hablar con el joven para tratar de solucionar la desavenencia. Todo fue en vano. El paje realle dijo a doña Constanza que, como ella bien sabía por su origen, ningún caballero siciliano llevaría al altar a una de sus mancebas. Al saberlo, Clara tomó una decisión.
Un atardecer, como solían hacer, citó a Manfredo en la fuente del Beso, quien acudió pensando en una despedida amistosa. Clara, no obstante, volvió a recordarle la promesa. Este, ante la nueva negativa, en un descuido del joven, le hundió la daga que llevaba escondida. Se tornó roja el agua de la fuente y del Queiles, mientras el cuerpo de Manfredo quedaba inerte.
La joven huyó de Aragón temerosa de la justicia del rey e ingresó en un convento de clarisas, de donde la quiso rescatar santa Isabel, ya reina de Portugal, cuando se enteró de tan triste historia.
Pero Clara, aunque agradecida, declinó la oferta, contestándole que «no quiero servir en corte alguna, porque estoy vieja para dama y muy moza para dueña».
Pero Clara, aunque agradecida, declinó la oferta, contestándole que «no quiero servir en corte alguna, porque estoy vieja para dama y muy moza para dueña».
[Azagra Murillo, Víctor, «La Fuente del Beso», en Heraldo de Aragón (14/XII/1982)].